No olvides ¡oh hombre! que tu estadía presente sobre la tierra fue decretada por la sabiduría del Eterno, que conoce tu corazón, que mira la vanidad de todos tus deseos, y que muchas veces, por misericordia, niega tus súplicas.
Sin embrago, para todos tus deseos razonables, para todas tus empresas honestas, su benevolencia ha dispuesto, en la naturaleza de las cosas, una probabilidad de buenos resultados.
A la intranquilidad que sientes, a las desgracias que deploras, busca la raíz de donde proceden: tu propia locura, tu propia vanidad, tu propia desbocada fantasía.
No murmures, por lo tanto contra lo que Dios depara, sino corrige tu propio corazón; tampoco digas en ti mismo, si tuviera fortuna o poder, u holganza, sería feliz; porque debes saber que todas estas cosas traen a quienes las poseen sus inconvenientes característicos.
El pobre no conoce las vejaciones y las ansiedades del rico, no siente las dificultades y perplejidades del poder, ni conoce el hastió de la holganza, por esto es que se lamenta de su propia suerte.
Pero no envidies la apariencia de felicidad de cualquier hombre, porque no conoces sus secretos dolores.
La gran sabiduría esta en sentirse satisfecho con poca cosa; quien aumenta sus riquezas aumenta sus cuidados; pero una mente contenta es un tesoro oculto a quien no alcanzan las calamidades.
Sin embargo, si no consientes en que las seducciones de la fortuna te roben la justicia, o la templanza, o la caridad, o la modestia, ni siquiera las mismas riquezas te harían infeliz.
Con esto aprenderás que la copa de la felicidad, pura sin mezcla, no es en manera alguna la bebida que cuadra al hombre mortal.
El bien es la carrera que Dios le ha trazado y la felicidad es la meta, la cual nadie podrá alcanzar mientras.
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