El hombre a quien Dios ha concedido riquezas y le ha otorgado la bendición de una mente, para que las emplee correctamente, es un ser especialmente favorecido y altamente distinguido. 
Mira su riqueza con placer, porque le permite hacer el bien. 
Protege al pobre, desvalido, no permite que el poderoso oprima al débil. 
El busca lo que sea objeto de su compasión, averigua sus necesidades, las alivia con juicio y sin ostentación. 
Ayuda él y recompensa el mérito; estimula la ingenuidad y fomenta liberalmente todo empeño útil. 
Lleva a cabo grandes obras; su país se enriquece y el trabajador halla empleo; forja nuevos planes y las artes prosperan. 
Considera él que aquello que es superfluo en su propia mesa pertenece al pobre de su vecindad, y no lo defrauda.
La benevolencia de su mente no halla obstáculo en su fortuna; por esto, se regocija con las riquezas y su alegría no tiene tacha alguna. 
Pero hay de aquél que amontona riquezas en abundancia y sólo se regocija en la posesión de ellas.
Ese maltrata el rostro del pobre sin considerar el su­dor de su frente. 
Ese se entrega a la opresión sin sentimiento alguno; la ruina de su propio hermano no lo perturba. 
Bebe él, como si fuera leche, las lágrimas del huérfano; el llanto de la viuda es como música en su oído. 
Su corazón está endurecido con el amor a la fortuna; ninguna pena, ningún dolor, hacen impresión en él.
Pero la maldición de la iniquidad lo persigue; vive entre un continuo temor; la ansiedad de su mente y los deseos rapaces de su propia alma, se vengan en él, por las calamidades que ha llevado a los demás. 
¡Oh, qué son las miserias de la pobreza, comparadas con aquello que roe el corazón de ese hombre! 
Que el pobre se consuele, sí, que se regocije, porque tiene muchos motivos.
El se sienta a comer su bocado en paz, su mesa no está llena de aduladores y devoradores. 
No conoce el embarazo de tener todo un séquito de dependientes, ni lo  molestan los clamores de las peticiones. 
Carece de las exquisiteces del rico, pero también escapa a sus enfermedades. 
¿No es grato al paladar el pan que come? ¿No es placentera para su sed el agua que bebe? Sí lo es, y mucho más deliciosa que las ricas bebidas del voluptuoso. 
Su trabajo le conserva la salud y le procura el reposo, y es para él un extraño el mullido  lecho del perezoso. 
Limita él con humildad sus deseos y la calma del contento es más dulce para su Alma que todo lo que brindan la fortuna y la grandeza. 
Por lo tanto, que el rico no presuma de sus riquezas, ni el pobre, en su pobreza, ceda al pesimismo, pues la providencia de Dios concede a ambos la felicidad.

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