Peligros, infortunios, necesidades, dolores, padecimientos, es lo que con más o menos seguridad aguarda a todo hombre que viene a este mundo. Por lo tanto, ¡oh hijo de la calamidad! Desde temprano debes fortalecer tu mente con valor y paciencia para que puedas soportar, con apropia resolución, lo que te espera de los males humanos.
Así como el camello soporta los trabajos y el calor y el hambre y la sed por los arenosos desiertos y no se desmaya, así la fortaleza de un hombre debe acompañarlo atreves de todos los peligros. 
Un espíritu noble desdeña las adversidades de la fortuna; la grandeza de su alma no le permite desfallecer.
El no cifra su felicidad en las sonrisas, y por lo tanto los ceños fruncidos no lo hacen desmayar.
Como la roca en la playa, el permanece firme y el embate de las olas no lo perturba.
Eleva él su cabeza como una torre en una colina, y las flechas de la fortuna caen a sus pies.
En el instante del peligro, el valor de su corazón lo sostiene y la firmeza de su mente lo escuda.
Hace frente a los males de la vida como quien va al combate y regresa con la victoria en la mano.
Ante el choque de las desgracias su serenidad mitiga el peso y su conciencia la domina.
Pero el espíritu timorato del hombre pusilánime lo traiciona y lo entrega a la vergüenza.
Cediendo ante la pobreza, desciende hasta la mezquindad; y al soportar humillado los insultos abre el paso a los padecimientos.
Como la caña sacudida por la brisa, así la sombra del mal lo hace temblar.
A la hora del peligro se siente embarazado y confundido; en el día de la desgracia cae y la desesperación agobia su Alma.

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